Herencia



En un hospital, un enfermo, moribundo, repartiendo la herencia:

A mi hijo mayor le dejo los apartamentos del norte.

A mi hija le dejo las casas del conjunto cerrado.

Y a mi esposa querida el edificio del centro...

Una enfermera impresionada le dice a la esposa: 

- Afortunadamente era muy rico.
Y la esposa le contesta: 

Nosotros somos muy pobres; esas son las rutas de la mazamorra.




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Sobre el precio de los combustibles en Colombia

Análisis del reconocido periodista acerca del precio del combustible en Colombia.

 
Tomado de:
ElTiempo.com
http://www.eltiempo.com/economia/bienestar/ARTICULO-WEB-NEW_NOTA_INTERIOR-10191058.html


Gossaín vuelve a la reportería pura y dura, al explorar el mundo del precio de la gasolina frente a los costos de producirla, en un país que es décimo entre aquellos donde el combustible es más caro en todo el mundo.


Pagamos como ricos y ganamos como pobres, dice.
 
Dicho sea sin disimulos retóricos ni anestesia literaria: Colombia es uno de los 10 países del mundo, y el primero entre todos los de América Latina, donde más cara se paga la gasolina, incluyendo a las naciones que producen combustible, y también a las que deben importarlo.

El primer lugar lo ocupa Holanda, el segundo Noruega y el décimo Colombia. Sería una honrosa compañía si no fuera porque, según las estadísticas más recientes del Banco Mundial, los holandeses tienen un ingreso promedio anual de US$ 52.000 por habitante y el de los noruegos es de US$ 45.000, mientras el de un colombiano apenas llega a US$ 5.000.

Si uno examina con cuidado la lista completa, descubre que la nación que más se acerca a Colombia es Hungría, en el noveno puesto. Los húngaros tienen un ingreso anual de US$ 15.500 por cabeza, más de tres veces superior al nuestro. Estamos pagando por la gasolina un precio de ricos, con un salario de pobres.

Después de conocer esas cifras y de compararlas, la pregunta que empieza a zumbarle a uno en la oreja es apenas natural: ¿qué es lo que ha hecho posible semejante situación?

'Al perro más flaco...'

El pasado 20 de junio, que era lunes, el ministro de Minas, Carlos Rodado Noriega, estrenó su semana laboral con unas declaraciones públicas que fueron recogidas por la prensa. En ellas decía, con un tono ligeramente airado, que el Gobierno había comenzado a estudiar la necesidad de imponer sanciones a los vendedores minoristas de combustible, las famosas y populares bombas de gasolina, porque estaban haciendo una especulación de feria con los precios de venta al público.

Esa misma tarde me encontré con un amigo que es socio de una estación. Le mostré el periódico del día, en el que aparecía la foto del ministro, sin sonreír, porque el ministro Rodado no sonríe nunca, y menos aún cuando se trata de asuntos tan delicados.

-Te lo dije -le comenté a mi amigo-. Son ustedes los que se quedan con la plata de la gente.

-Tú, que te las das de periodista -replicó-, averigua la verdad, para que veas que al perro más flaco se le pegan las pulgas.

Guardó silencio unos segundos, mientras bebía un sorbo de jugo de patilla. Luego me dijo, con un acento de ironía:

-Pero como tú te la pasas escribiendo sobre tus compadres de San Bernardo del Viento...

Confieso que me sentí desafiado y herido en ese orgullo profesional que los periodistas alimentamos hasta la hora de la muerte. Le hice caso. Me dediqué a investigar el asunto en los dos meses siguientes, con la misma disciplina del muchacho aplicado que prepara sus exámenes finales.

Lo que vale producir

Para empezar por el principio, no sobra recordarles a ustedes que el petróleo en Colombia está bajo control estricto del Estado, a través de Ecopetrol, que procesa la gasolina y luego la vende a los mayoristas, que, a su turno, la revenden a las estaciones de servicio.

Lo malo es que la información oficial está desactualizada. En el 2009, ante una perentoria exigencia del senador Luis Fernando Velasco, el Ministerio de Minas accedió por fin a revelar cuánto le vale a Ecopetrol producir un barril de gasolina. Esos costos incluyen gastos en el hallazgo, la producción, la refinación y el transporte.

El propio Ministerio dijo entonces que cada barril que produce le cuesta a Ecopetrol, en total, US$ 28,25, que, al cambio de hoy, son 50.900,50 pesos, lo que significa un costo de 1.642 pesos por galón.

(Dicho sea entre paréntesis, de un barril de petróleo se obtienen, en promedio, 39 galones de gasolina, según los estándares internacionales, pero en Colombia ese mismo barril solo rinde 31 galones y medio. ¿Por qué? Porque, aunque la empresa no quiera reconocerlo, las dos refinerías que tiene Ecopetrol, una en Cartagena y la otra en Barrancabermeja, se han vuelto obsoletas e ineficientes y eso, obviamente, encarece el producto para el consumidor).

Sigamos en este viaje a bordo de un galón de gasolina. A renglón seguido, después de producir y refinar el galón, Ecopetrol paga 1.700 pesos en gastos adicionales e impuestos a la Nación, a la que también debe transferirle parte de sus utilidades, por tratarse de su principal accionista. Cada galón le cuesta, finalmente, 3.320 pesos, aunque debería costarle 300 pesos menos si sus plantas de procesamiento fueran más eficientes.

La diferencia, sin embargo, no se pierde: se convierte en derivados, como asfalto o cocinol, que también se venden, y Ecopetrol aumenta sus ganancias.

El hipernegocio

De manera, pues, que a Ecopetrol le cuesta 3.320 pesos un galón de gasolina. Pero a las compañías distribuidoras les cobra 5.092 pesos por el mismo galón. Los números suelen ser implacables y, a veces, aterradores: Ecopetrol gana 1.770 pesos por cada galón.

El 51% de utilidad. ¿Hay en Colombia o en el mundo alguna actividad lícita que produzca semejantes rendimientos?

En consecuencia, las compañías de distribución mayorista reciben el galón que les manda Ecopetrol. Como debe agregarle los gastos de operación, el IVA, más el impuesto global (que cambia anualmente), las famosas sobretasas regionales y un misterioso tributo llamado "margen de continuidad de procesos", el galón le sale costando al mayorista 7.895 pesos en números redondos, precio que sufre variaciones según se trate de ciudades grandes o medianas o de un pueblo.

Después, lo venden a las estaciones públicas en 8.119 pesos, lo cual significa que obtiene una utilidad de 224 pesos sobre la plata que invirtió.

Es decir: una utilidad del 3 por ciento para el mayorista. Me puse a preguntar ¿qué diablos es el extraño "margen de procesos" que tienen que pagar los consumidores de gasolina? Es un impuesto destinado a remunerar a Ecopetrol por las inversiones que hace. Pero Ecopetrol ya es una empresa con accionistas particulares, sigue vendiendo exitosamente más acciones y aspira vender un total de 30% en los próximos años.

-Cuándo se ha visto -comenta el senador Velasco- que los ciudadanos tengan que pagarles un impuesto a inversionistas privados para que desarrollen su negocio.

Me quedo pensativo. Es como si tuviéramos que pagarle impuesto al propietario de una fábrica de camisas para que compre botones.
Por fin, después de tantos desvelos para armar el rompecabezas, nuestro entrañable amigo, el galón de gasolina corriente, llega a la estación donde usted tanquea el carro.

Tomemos como ejemplo una bomba cualquiera, ya que los precios varían según las regiones o las ciudades o las sobretasas.

La sobretasa que usted paga no se la liquidan por el costo inicial del galón, sino por el precio final, es decir, después de haberle agregado impuestos, marcaciones y otras arandelas fiscales. Lo que significa, amigo mío, que, al pagar la sobretasa, el colombiano que compra gasolina es el único ciudadano que paga impuestos sobre los impuestos que ya pagó. (Parece una cantinflada, en conmemoración de los 100 años del nacimiento de Cantinflas.)

Prosigamos nuestro viaje. El dueño de la bomba, que compró el galón de corriente a 8.119 pesos, incurre en gastos adicionales, como el alquiler de la estación -algunas son de propiedad del mayorista-, nómina de empleados, servicios públicos, más impuestos. Finalmente, las normas del Gobierno establecen que el precio máximo al público en este momento, por un galón de gasolina corriente, es de 8.635,54 pesos.

Como no todas las estaciones cobran el precio más alto ni el más bajo, eso traduce, en buen romance, que el de la bomba se gana en promedio alrededor de 430 pesos por galón: una utilidad del 5 por ciento.

Al terminar este largo recorrido, con la cabeza llena de cifras y a punto de marearse, uno se pregunta dónde diablos se quedó la plata que los colombianos pagan por el galón de gasolina. La conclusión, aunque el ministro Rodado siga frunciendo el ceño, es la siguiente:

-Ecopetrol (cuyo máximo accionista es el Estado) se gana 51% en cada galón.

-El Estado (a través de los impuestos) se queda con 27%.

-El distribuidor mayorista (Esso, Texaco, Mobil, Terpel, etc) gana 3%.

-El minorista de la bomba recibe 5%.

-Los transportadores de combustible, 4%.

-El "margen de continuidad" agarra su 1%.

-Para los vendedores de etanol (ya que algunas variedades de gasolina colombiana tienen que mezclarse con etanol), el 8%.

Y el 1% restante es lo que se pierde por efectos de la evaporación. Hagan la suma.

Epílogo

A mi amigo, el que toma jugo de patilla, le mandé ayer este mensaje: "Tenías toda la razón. El perro más gordo es Ecopetrol y por eso no se le pegan las pulgas. Mis compadres de San Bernardo del Viento te mandan saludos".


JUAN GOSSAÍN
ESPECIAL PARA EL TIEMPO


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Así estamos tratando a nuestros Wayús!!!

Tomado de ELTIEMPO.COM


Borracho y Motosierra, son dos de ellos. Documental 'Nacimos el 31 de diciembre' narra su historia.
Esta historia comienza con Raspahierro y termina con Rapayet (Rafael) aunque hayan vivido dentro de la misma persona: un abuelo wayú, nonagenario, que lleva toda su vida luchando por recuperar su identidad, por llamarse como en la lengua de su sangre, el wayunaiki. "Yo salgo en el documental si usted me ayuda a cambiar el nombre", le dijo el viejo a Priscila Padilla, la directora de 'Nacimos el 31 de diciembre', quien inmortalizó su lucha y la de unos 2.000 wayús a quienes arbitrariamente les pusieron nombres insólitos como Bolsillo, Landrover, AlkaSelzer, Borracho, Cohito, Teléfono o Payaso. "No es una historia macondiana. La primera vez que se escucha causa risa, la segunda impresión y la tercera, indignación", dice Estercilia Simanca, la autora wayú que escribió el cuento 'Manifiesta no saber firmar. Nacido: 31 de diciembre', del que bebió y se inspiró el documental. Lo más triste, dice, es que se trata de una realidad que se repite cada que los políticos necesitan votos y hacen cedulaciones masivas de wayús y después desaparecen dejando solo el polvo levantado del desierto. "Toda mi familia hizo una larga fila junto con otras gentes que venían de rancherías para recibir esa tarjetica que ellos llaman cédula... Ese día me enteré de que mi tío Tanko Pushaina se llamaba Tarzán Cotes, que Castorilla se llamaba Cosita Rica, que Anuwachón se llamaba Jhon F. Kenedy", se oye en la voz de Estercilia, que hace de narradora del documental. Esa fue la historia que escuchó la documentalista Priscila Padilla, y comenzó a viajar por el desierto de La Guajira para conocer a estos hombres que no eran de cuento. En sus rancherías ella encontró la vergüenza de Caíto a quien nombraron Cohito o coito, coloquialmente; captó en su hamaca a Carraira, que, como le enseñaron sus mayores, solo quiere quedarse en su territorio y conservar el nombre que le puso su mamá y no llamarse Tigre, como dice su cédula; vio la resignación de Payaso, quien quiso ser Pablo y se ríe de que lo vean "como el hombre de los zapatos grandes y la cara pintada". Y siguió el tortuoso recorrido del viejo Raspahierro, quien cargaba ese nombre como si fuera un pesado metal. Raspahierro, yendo de la Registraduría a la notaría, acompañado de sus nietas y traductoras; Raspahierro, explicando que en wayunaiki no existe la F y que la ceduladora no le entendió y le puso el nombre que a ella más le sonó; Raspahierro, pagando para arreglar lo que el Estado hizo mal; Raspahierro, estampando sus huellas viejas en cuanto papel lo ayude a ser Rafael; Raspahierro, tomándose una foto para su nuevo rostro de ciudadano; Raspahierro, esperando ser quien quiere ser. Padilla encontró, en últimas, que para estas personas la cédula no solo no los hace sentir como ciudadanos, sino que los niega, les borra su identidad. "Todo obedeció a intereses de políticos que usaron a los wayús para su beneficio", dice Padilla, aunque no llega a identificarlos, según cuenta, porque la familia política señalada de hacerlo nunca quiso darle la cara. "Va más allá de que los ceduladores no entendieran el wayunaiki o que los wayús no supieran expresarse en español. Es una muestra del irrespeto que tenemos por los indígenas", agrega la documentalista, que se metió a los archivos de la Registraduría para comprobar, una vez más, que no era ficción. Cumpleaños masivo Como si fuera poco atropello no sentir el nombre con el que se vive toda la existencia, los encargados de esas cedulaciones decidieron, como quien decide la vida, que la fecha de nacimiento de miles de wayús debía ser el 31 de diciembre. Los viejos lo explican en el documental. Su vida se regía por las vueltas de la luna, la llegada del verano, las cosechas, pero eso no significaba que no tuvieran un tiempo, y también se lo manipularon. "(...) Todos los que fuimos ese día (a la Registraduría) salimos con comprobante en mano. Todos teníamos 18 años y habíamos nacido el 31 de diciembre", escribió Estercilia. "Son tantos -agrega- que sueño hacerles una fiesta ese día a todos".

Pero no fue suficiente cambiarles el nombre ni ponerlos a nacer el mismo día. La estocada final fue recordarles su analfabetismo y ponerles el rótulo de "Manifiesta no saber firmar", aunque algunos supieran estampar sus nombres. "Le pregunté a mi abuelo por qué no había firmado el papel que le dieron los cachacos y me dijo que él ya estaba muy viejo para hablar con el papel (escribir) y tampoco el papel quería hablar con él (leer)", escribió Estercilia. Sin sonrojarse, el ex registrador de la zona reconoce en el documental que sí hubo una utilización de los wayús por parte de los políticos, pero asegura que el cambio de nombres ocurrió por desconocimiento de la lengua wayú y "de falta de tiempo de quienes hacían las cedulaciones". Sin embargo, ¿qué habría pasado si fuera él quien se llamara Motosierra, tuviera que "nacer" cualquier día o le impidieran firmar? "Es que cambiarles el nombre es como si les hubieran cambiado el alma", remata Estercilia, y luego se puede ver a Raspahierro con los ojos aguados, como recuperando su alma cuando le anuncian que, en cuatro meses, tendrá su cédula y podrá cumplir el sueño de que en su tumba no diga Raspahierro Pushaina, sino Rapayet (Rafael) Pushaina. 'No quiero que cause risa, sino indignación' Nacimos el 31 de diciembre es el documental número 15 de Priscila Padilla, graduada en Dirección Cinematográfica en el Conservatoire Libre du Cinemá Français, París, entre otros títulos. Llegó a la historia de los nombres insólitos mientras trabajaba en la investigación del encerramiento de las mujeres wayús, que sigue en proceso. Nacimos el 31 de diciembre ganó el Premio del Fondo de Cine del Ministerio de Cultura y de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño, Dirección de Artes Audiovisuales, y en Coproducción con RTVC - Señal Colombia. El documental costó en total 120 millones de pesos. "Quiero que la situación de estas personas no se quede solo en la risa, sino que se entienda el daño que le hicieron a su dignidad", dice Padilla, quien en este trabajo se alejó de los temas de mujeres, que le apasionan y atraviesan su carrera. Ella es conocida por Las mujeres cuentan o Ilusiones de radio, entre otros filmes. En este documental incluyó animaciones y trabajó con la cámara de Hugo Arias. Será estrenado próximamente en Bogotá y fue enviado a varios festivales. El documental de los nombres Priscila Padilla es la directora de esta historia en la que se cuenta cómo cambiarle el nombre a alguien en una forma tan irrespetuosa es también arrebatarle parte del alma y de su identidad. 

Catalina Oquendo B. Cultura y Entretenimiento


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